Por Marcelo Cafferata
La luz del horno de una cocina ilumina el centro de la escena y cuando hablan de un budín recién hecho o de un pollo con papas que tiene un ingrediente secreto, de esos que no se pueden develar, aparece un aroma de infancia y a cocina de la abuela que invade todo el espacio. Ese espacio escénico que ocupa Dora, la protagonista absoluta de la nueva obra del talentoso Martín Goldberg que es el eje central y una presencia absoluta para esta nueva historia.
Dora es una abuela que tiene retazos de todas las abuelas que conocemos, lo que nos hace sentir inmediatamente identificados: hay algo de ella y de su familia, que está presente en todas las (nuestras) familias y hábilmente, la dramaturgia de Golberg (“Lo quiero ya” “Loop, amor sin fin” “Desenchufados”) construye una historia que es un prisma en el que pueden reflejarse cualquiera de nuestros recuerdos, cualquier fragmento de nuestras historias. Es absolutamente Imposible salir de “DORA: Un ingrediente especial” sin sentirse, en algún punto, identificado con algo de lo que sucede en escena.
Una de las tantas formas que tiene Dora de dar amor es tener siempre algo de comida lista para recibir a quienes la visitan. Así conoceremos a su hija Marina, a su nieta (la hija de Marina) y el vínculo afectuoso que mantiene con Alejandro, el hijo del encargado del edificio. En su cocina, que es verdaderamente su reino, irá recibiendo a cada uno de ellos y a través de sus encuentros iremos conociendo algunos datos tanto de Dora como de su entorno familiar.
En estos encuentros nos enteraremos que hay un hijo preferido pero que paradójicamente es un hijo completamente ausente, enfrascado en las excusas de su desborde laboral. Una hija que es la que sostiene la situación, como puede, pero que no logra una mirada de aprobación de parte de Dora. Y una nieta que es la debilidad de Dora y con la que tiene momentos de complicidad absoluta en esas pequeñas polaroids que retratan un vínculo amoroso que atraviesa generaciones.
La pericia del texto es poder atravesar algunos arquetipos y lugares comunes (como la hija que siente celos y rivaliza permanentemente con ese vínculo que su madre tiene con su hija, porque es el vínculo que ella nunca ha podido tener con Dora; o ese hijo totalmente ausente que Dora prefiere idealizar antes que asumir una dura realidad) para presentarnos otros temas mucho más complejos que, manejados a través del humor, se hacen más simples de “digerir”.
Primero más tangencialmente (a través de lo que le sucede a una amiga a la que repentinamente Dora decidió dejar de ver) y luego en la propia figura de la protagonista, se hace presente el tema de la vejez, los olvidos, las confusiones y las ausencias. Sin abandonar el brillante sentido del humor, Golber nos interpela sobre ese momento tan difícil en que la enfermedad va deteriorando el equilibro familiar y llega el momento de tomar algunas decisiones que marcan un punto de inflexión.
Si bien el texto se desenvuelve con ese clima de comedia en donde Dora puede desplegar todo su histrionismo y su carisma, aborda situaciones muy profundas sobre la soledad, los vínculos filiales, los prejuicios y algunas miradas atravesadas por las brechas generacionales. Abuela, hija y nieta se reúnen en el escenario para desatar algunos nudos en su historia y para rescatar con mucha amorosidad ese vínculo cómplice entre abuela-nieta donde no hay límites y se muestran a corazón abierto, dispuestas a compartir todo su mundo interior.
Cristina Maresca se apodera de Dora en un trabajo absolutamente entrañable. Imposible no enamorarse del personaje desde las primeras escenas: Maresca le impone esa pizca de picardía y al mismo tiempo, su espontaneidad y su frescura con las que logra capturarnos en sus momentos más sensibles y movilizantes que van desde pequeños detalles como esa voz que sigue escuchando guardada en el contestador o enseñarle a jugar Burako a Alejandro hasta algunos tonos más dramáticos que impone la obra sobre el tramo final. Maresca dispara las frases en el momento preciso, sabe llevar el tiempo interno de su personaje y logra momentos de una gran calidez, sobre todo en las charlas con su nieta, a cargo de Rocío Gómez Wlosko (que ya fue toda una revelación en “El primero de nosotros”) que logra un trabajo formidable componiendo a esa adolescente que, totalmente incomprendida en el mundo de su madre, busca ese refugio fraterno en esa cocina contenedora de Dora, en la que comparten tanto confesiones como momentos desopilantes.
Goldber conduce a un equipo compacto (que se completa con Gracia Urbani como la hija y Braian Ross como el hijo del encargado) y logra una puesta que apela a las emociones y a los recuerdos, a los lazos familiares como centro constitutivo de nuestra esencia y nos brinda un espejo donde vernos reflejados y poder hasta reírnos un rato de nuestras propias disfuncionalidades familiares. Pero sobre todo, nos regala un personaje inolvidable, esa Dora con la que todos quisiéramos pasar un rato y que nos convide un poco de budín mientras nos tomamos un café en su cocina y nos confesamos con ella, arrancando algunas carcajadas.
DORA: Un ingrediente especial
Dramaturgia y dirección: Martín Goldber
Con Cristina Maresca, Rocío Gómez Wlosko, Graciana Urbani y Braian Ross
ESPACIO CALLEJÓN – Humahuaca 3759 – Lunes 20.30 hs.