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Por Rolando Gallego

Lo interesante del eterno vínculo entre la literatura y el cine es la apertura de universos hacia lugares insospechados. Y, si en otros tiempos, la relación era mucho más estrecha en cuanto a fidelidad y respeto, en los últimos años, por suerte, la cosa comenzó a cambiar.

El 38 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata eligió como película inaugural el clásico de René Mugica, El hombre de la esquina gris, cuyo guion se basa en la obra del mismo nombre de Jorge Luis Borges. Ese puntapié inicial de un festival cuya curaduría abre universos posibles mixando ficción y realidad, subió la bandera de largada para dos de sus competencias, la Internacional y la Latinoamericana, con dos películas que se basan en novelas o cuentos.

Elena Sabe, se ha escrito hace más de 15 años, y El viento que arrasa hace 10, en ambos casos son primeras experiencias literarias de las ya experimentadas Claudia Piñeiro y Selva Almada, dos autoras que supieron poner la mirada en universos particulares que les sirvieron para impulsar narraciones que coquetean con diferentes géneros y expresiones.

En las dos sus protagonistas tienen nombre de pila o apodos, Elena, Rita, Gringo, Leni, etc., algo que le ha valido a las versiones cinematográficas una rápida conexión con el espectador y familiaridad. Nombres y arquetipos reconocibles que empatizan con cualquiera que se acerque a verlas.

El vínculo madre/hija, padre/hija, padre/hijo revelan en cada una de las propuestas una posibilidad de continuar desarmando mandatos por reflejo o por oposición, sumando temáticas que tienen que ver con la fe, el amor, la descendencia, y el vivir en sociedades donde muchas veces se está librado a la suerte de quién sabe, y en donde la solidaridad y la compersión tendrían que apuntalar a esos cuerpos que deambulan como pueden o que van de pueblo en pueblo con la palabra de Dios bajo el brazo.

Elena sabe es soberbia. Apoyada en una transformación/interpretación única de Mercedes Morán sirve como ejemplo de ningún ejemplo, entendiendo aquello de que no hay manuales que enseñen nada sobre cómo encarar la vida de un hijo/hija, y que, en el caso de la protagonista, Elena, responde más a aquello que le habían dicho que tenía que ser y no lo que realmente sintió desde el primer momento que conectó su mirada con Rita (Érica Rivas/Miranda de la Serna), su hija.

La primera escena es descomunal. Elena, como puede, se traslada por la ciudad, una ciudad que no está preparada para su enfermedad, un parkinson rígido, que le exige no sólo la ingesta eterna de medicamentos, sino que, principalmente, sortear obstáculos que en su cuerpo en proceso de decadencia requieren de mucho más esfuerzo (pasar por un molinete, subirse a un transporte público, caminar en medio de una manifestación).

Cuando le dan la noticia de la muerte de su hija (Rivas) decide emprender un viaje para dar con aquella persona que tal vez le de sosiego y responda, de alguna manera, a esa pregunta que ya tiene una contestación pero que ella no quiere que sea la verdadera y única sentencia.

Elena deberá luchar contra fantasmas que le reordenaran, de alguna manera, el puzzle de su vida, una vida con objetivos, pero también con decisiones que ni siquiera se pueden juzgar, pero que, en el fondo, trazarán el inevitable desenlace de los días de madre e hija.

Anahí Berneri, directora de la propuesta, bucea en la mente y el cuerpo de Elena. Una mujer con el peso de sus sentimientos en las espaldas, la mirada siempre abajo y un carácter que despierta sonrisas por lo sarcástico y ácido, por momentos.

La cámara, como ya lo había hecho en Alanis, se ubica para encuadrar casi de la manera que ve Elena, pies y parte medias, y, a lo sumo, algún rostro, esos rostros que la increpan y exigen que sea de alguna otra manera.

El viento que arrasa, con una cuidada fotografía, trabajo de edición, y de composición actoral, nos sumerge en el norte del país, con un reverendo (Alfredo Castro) que junto a su hija Leni (Almudena Gonzalez) deambula por pueblos curando los males de los cuerpos y predicando la palabra sagrada.

Un desperfecto técnico en el corroído vehículo que los transporta, terminará por acercarlos a dos desconocidos Gringo (Sergi Lopez) y su hijo (Joaquín Acebo), compartir unas horas y, claramente, transformarse, o al menos intentarlo.

Paula Hernández, sólida, logra una de sus obras que calan más hondo, porque si bien los vínculos entre conocidos, familiares, y desconocidos, son su interés, acá, cruzando la religión y el despertar de los protagonistas (la elección del tema final, no vamos a revelar aquí, dialoga justamente con esto) permiten que se potencien esas premisas que estaban en el origen del proyecto.

Tanto Elena Sabe como El viento que arrasa, son dos películas distintas a sus libros, pero permiten que en esa elección haya, al menos, la posibilidad de una nueva relectura sobre sus fundamentos, construyendo relatos apasionantes donde sus personajes se despegan de la pantalla y comienzan a habitar, por suerte, en otros lugares, en la memoria, en el corazón y en las lágrimas de los espectadores.

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