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Por Rolando Gallego

La nueva propuesta de César González, Castillo y sol, se vale del aparato cinematográfico para construir una distopía única que dialoga de manera potente con el presente, el pasado y el continuum histórico/político/social de Argentina.

“El acto más revolucionario es renunciar a la herencia”, grita uno de los personajes aislados. Se habla de toma, se hablar de salir hacia el exterior y no saber si alguien volverá, se presume que hay algo ominoso y peligroso que ha provocado esa comunidad dentro de las cuatro paredes del espacio, pero no mucho más.

El cineasta provoca al espectador a construir y deconstruir la narración, las escenas, para, a partir de allí, fortalecer la propuesta con fuerza, honestidad e inteligencia.

González va depositando en el guion frases y materiales profusos que atraviesan la lucha de las clases más bajas por lograr un lugar en el mundo, pero también sobre una idea sobre la política que refuerza la idea de participación activa para lograr cambios.

En Castillo y sol todo sucede en un mismo espacio, un departamento sin muchos objetos, ni lujos, por lo que tampoco se puede deducir quién de los sujetos que lo habitan temporalmente podría ser alguno también que afuera consiguiera el apoyo necesario para que más adeptos se congreguen en el lugar.

Pero aparecen, y los protagonistas se multiplican, las líneas argumentativas también, y de distopía pasamos a un vodevil reaccionario, en donde el silencio y el miedo sobre aquello que el afuera pueda percibir del adentro, impulsan la progresión dramática.

Potente historia sobre la toma de posición ante la inevitabilidad de procesos que apuntan a la sujeción y la opresión, González homenajea a grandes realizadores y películas de la historia del cine, cambia su punto de vista desde el lugar enunciativo, pero continua en la exploración de un cine provocador que busca desde una propuesta más popular continuar profundizando en un cine que interpele y llame a la acción, y donde nadie es héroe, porque nadie se salva solo.

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