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Por Rolando Gallego

Valiéndose de su poderosa infraestructura y apoyándose en el “ruido” con el que viene transitando su camino antes de llegar a las salas, el live action de “La Sirenita”,  de Rob Marshall zozobra por donde se lo mire.

Las primeras noticias de la adaptación con actores de carne y hueso del clásico animado de Disney de 1989, el que inició una nueva era para los estudios, reflejaban el actual estado de la agenda de la empresa, con una imperiosa necesidad de aggiornar sus contenidos escuchando al público el que, harto de años y años de heteronorma blanca patriarcal, exigían nuevos protagonismos para todo el mundo.

Atendiendo a estas inquietudes y reclamos decidieron que Ariel, protagonista del relato inspirado en el clásico de Hans Christian Andersen, tuviera la tez oscura, algo que en determinados círculos molestó, pero que en otros cayó de mil maravillas, principalmente en aquellas jóvenes, niñas y mujeres que nunca se sintieron representadas por su piel en una película de Disney.

Tras ese ruido inicial, con un tráiler que se nos mostró hasta dentro del plato de sopa, “La Sirenita”, finalmente, llega a los cines, y el principal problema no tiene que ver con los ajustes que hicieron respondiendo a una era donde la corrección política manda, sino que, más que nada, tiene que ver con aquello que replica en su forma, un entretenimiento vestido de “cine” pero que en realidad es un largo episodio de cualquier serie de plataforma.

La versión, calcada de la animada original, comienza con una larga secuencia de Ariel nadando en las profundidades del océano, recogiendo objetos perdidos de la superficie y planteando el conflicto esencial de la historia: sus ganas de ser humana.

Esa secuencia, de alrededor de 7 minutos, es sólo utilizada para que la versión 3D luzca los avances en materia de efectos especiales y en la capacidad del estudio de mejorar sus técnicas.

Justamente, apoyado en esos avances, el relato continúa con la progresión dramática que conocemos, Ariel se enamora de un príncipe, quiere ser humana para estar con él, su padre le exige que continúe bajo superficie y por un maleficio de la villana de turno todo puede convertirse en una catástrofe.

En “La Sirenita” todo es artificio, todo es mentira, las cabezas de los actores son colocadas en cuerpos creados por CGI y la cercanía con los espectadores es cada vez más lejana. Si en el live action de “El Rey León”, la principal crítica era la manipulación de las imágenes de animales o la utilización de animatronics (o como se llamen) para recrear el clásico animado, aquí, todo se exacerba.

“La Sirenita” es tan fría como el agua que transita la protagonista, y excepto por la intervención en algunas escenas de Melissa McCarthy (que se apropia de Úrsula pero no logra superar a la versión animada inspirada en Divine) todo es aburrido, conocido, oscuro y sin gracia. Las canciones se precipitan y se acumulan y aquello que funcionaba como comic relief en cada una de las intervenciones de Sebastián y Flounder, acá, por la búsqueda de realismo, asustan más que generar gracia.

Ojalá en este afán de apoyarse en lo ya hecho para impulsar nuevos proyectos Disney recule su andar y continúe por nuevos y originales senderos, porque si la cuestión va a seguir metiendo la mano en su librería para asegurarse ganancias, el cine, la nostalgia, y su legado, estará en graves problemas.

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