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Por Luis Kramer.

Provocadora, icónica, mordaz, sutil, arrasadora, todo eso es La Dolce Vita, del gran Federico Fellini, un film que está destinado a no envejecer, pese a haber transcurrido casi 60 años desde su estreno, y que retrata a la perfección los comportamientos de una clase social a la par de otro grupo que se simbiotiza y parece querer vivir de ésta: LOS PERIODISTAS que han perdido el rumbo, en paralelo con una sociedad que trocó la ética y el respeto por la ventaja, la explotación y la denigración.

Nadie mejor que el afable Marcello Mastroianni para componer a su protagonista, Marcello Rubini, quien con su cara de pícaro santulón, naturaliza su descenso a los infiernos hurgando entre el vacío que su derredor le genera y la despreocupación por una sociedad marginada y burlada, en la que la religión parece tener una colaboración más que activa.

El film nos interpela permanentemente: con sus imágenes plagadas de simbolismo; con la pseudo despreocupación de ciertos sectores que viven ajenos a una realidad cada vez más preocupante; con el cuestionamiento de adónde va el periodismo y cuáles son sus líneas directrices; con la salvaje explotación de los más necesitados, y su manipulación desenfrenada, en una carrera loca en la que el artificio se disfraza de milagro religioso.

Fellini introduce a los “paparazzi”; a manera de urticante prólogo de lo que sobrevendría años y décadas después.

Y tal vez, la mejor imagen de este bello y angustiante film sea la escena final en la que un desvalido periodista se debate entre seguir a la masa podrida como el pez flotando en la costa marítima o abrazarse a la única luz de esperanza que propone el único personaje redimible de esta historia.

POR QUE SI:

“El film nos interpela permanentemente: con sus imágenes plagadas de simbolismo; con la pseudo despreocupación de ciertos sectores que viven ajenos a una realidad cada vez más preocupante”

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