Por Marcelo Cafferata
Clara (Camila Peralta, recientemente vista en “Puan” y con un rol destacado en las series “Planners” y “División Palermo” además de su imperdible unipersonal con “Suavecita” en teatro) va a pasar unos días lejos de la ciudad, en una casa de campo en donde vive la familia de su novio (Agustín Gagliardi).
La familia del novio tratará de recibirla y hacerla sentir cómoda, programando actividades que ella siente que no tienen demasiado sentido: no comprende ese aglutinamiento familiar y nada puede despertarla del bucólico ritmo que siente frente a la vida pueblerina. Mientras tanto, su cabeza se dispara a otro tiempo, a otro lugar, hay algo que la lleva a recordar casi en forma permanente que es una sobreviviente de Cromañón, cuando allá por el 2004 en pleno show de Callejeros, una bengala convirtió al boliche de Once en una trampa mortal donde perdieron la vida casi 200 personas.
Un mensaje de una amiga suya la transporta en el tiempo, la hace volver atrás y rebobinar todos esos recuerdos, por lo que Clara decide contactar a otros amigos y conocidos, para ir rearmando esa memoria que se entrama con vivencias adolescentes, momentos musicales y un cierto tinte literario que la ópera prima de Camila Fabbri sabe convertir en material cinematográfico (recordemos que la directora es autora de los libros “La Reina del Baile” “Estamos a Salvo” y “El día que apagaron la luz”, entre otros).
La quietud y el silencio que encuentra en el ambiente rural, también acompañada de cierta monotonía favorecerá esa sensación de paz y tranquilidad que se contrapone con el terremoto interior que siente Clara frente a la irrupción de sus recuerdos, a la aparición de aquel momento, que actúa como un fantasma que la acosa en los momentos más impensados y del que no logra desprenderse.
Es como si dos Claras habitaran en un mismo cuerpo, una es la que intenta ser hoy con todo lo que su vida le presenta a sus treintaypico –con las propuestas de su novio con las que aparentemente no puede conectar, mucho menos con las de la familia- hasta, inclusive, el hecho de hacer frente a una potencial maternidad; y la otra que sigue presente en su interior es aquella fanática de las bandas de los ’90 que la contactan con su rebeldía, con su esencia y ese mundo adolescente del que no ha podido despegar(se).
Con mucho de autobiografía, Fabbri explora esta dualidad de seguir adelante o de continuar atada a los recuerdos que se hacen presentes en Clara, frente a un hecho trágico del que le es imposible despegarse. La memoria vuelve a activarse con cada uno de los recuerdos que sus compañeros le envían por mensajes de audio que va recibiendo en su teléfono: en este punto donde “CLARA SE PIERDE EN EL BOSQUE” se sumerge en un costado literario, con voces en off que por momentos, hacen que se pierda la fluidez de una narrativa más visual y cinematográfica, aunque obviamente son sumamente necesarios para que Clara pueda seguir ese camino de intento de exorcismo de un momento tan traumático.
Con algunos toques que remiten a “Implosión” de Javier Van de Couter para poder contar una tragedia desde sus sobrevivientes, desde el trauma, desde lo ficcional mezclado en una delgada línea con lo documental, “CLARA SE PIERDE EN EL BOSQUE” es, al mismo tiempo, una suerte de coming of age, de película de rito de pasaje, que propone poder soltar definitivamente a esa adolescente, para tomar una oportunidad de comenzar de nuevo.
Y aunque soltar el dolor parezca lo más razonable, aunque despegarse del trauma se presente como el camino más racional y necesario, ningún proceso es tan simple ni tan unidimensional, nada responde a ninguna lógica que sea igual para todos. Justamente el guion de Fabbri logra ahondar en esas contradicciones, en esos vericuetos, en la singularidad para atravesar cada momento, regando todo el trayecto y ese viaje interior de Clara, con una banda musical muy disfrutable.