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Por Rolando Gallego.

Corneliu Porumboiu reafirma su maestría a la hora de dirigir con una propuesta que se apoya en el sonido para construir un relato de intriga y traiciones en las Islas Canarias.

Suena trepidante The Passenger en el arranque de “La Gomera”, Iggy Pop envuelve imágenes de las islas, el agua y la piedra de esos riscos introducen al espectador en la historia de Cristi, un hombre que deberá asumir uno y mil roles en el relato, y que asumirá riesgos para seguir adelante con su vida.

Luego se suceden en la musicalización Offenbach: Les Contes d’Hoffmann, Lola Beltrán entonando Cuando el destino, para finalizar con Carmina Burana, Fortunata Imperatrix Mundi y Le Beau Danube Bleu, Op. 314 de Alfred Scholtz.

La banda sonora aporta lo necesario, para que además, el silbido, sea otro de los signos de la narración. El sonido hace progresar el relato, ya sea desde la música, o desde la educación de Cristi para utilizar cual código el silbido de una manera particular, para meterse de lleno en el mundo del espionaje.

En ese avance, además, el oído posibilitará la reconstrucción del gigantesco puzzle que el guion configura, y en donde nada ni nadie será quién realmente dice ser, o sí, pero en el juego, Porumboiu traza al menos un repaso del mejor cine de espías, con cierto tono tarantinesco y con una cercanía al episodio que Mariano Llinás dedica al género en la épica “La Flor”.

Los detectives, los policías, los espías, no pueden, ni deben enamorarse, es una de las leyes del género, porque eso implicaría la pérdida del control, pero dentro del relato, además, significa la posibilidad de traición, algo que en “La Gomera” se maneja con maestría y que se transita como tema, sensitivamente, en la historia presentada.

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