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Por Marcelo Cafferata.

Todo el mundo habla de “PARASITE”, la película coreana que viene arrasando en la temporada de premios: ganadora del SAG al Mejor Elenco –fijando el precedente de haber sido la primera película extranjera en ganar este premio-, del Globo de Oro a la mejor película extranjera y que ha cosechado SEIS nominaciones al Oscar, un número bastante infrecuente para una película que no proviene de las entrañas de la industria norteamericana (compite por Mejor Película Extranjera, Mejor Guion Original, Mejor Edición, Diseño de Producción y ha logrado “colarse” en las categorías más importantes como Mejor Director y Mejor Película del año).

Además de ganar infinidad de premios otorgados por Asociaciones y Círculos de prensa alrededor de todo el mundo, su espaldarazo inicial fue dado por una Palma de Oro unánime en el pasado festival de Cannes, para su director Bong Joon-Ho.

Para quienes no consumen solamente cine de Hollywood, el fenómeno del cine coreano ya no es una sorpresa y  así lo demuestran las producciones de diversos directores que ya tienen una marcada trayectoria a nivel internacional.  

Quien haya visto en su momento “Old Boy” –cuya remake hollywoodense ha dejado bastante que desear- o “La Doncella”, ambas construidas dentro del universo disruptivo e inquietante de Park Chan-Wook; la movilizadora “Train to Busan” o se haya dejado llevar por la onírica “Burning” -adaptación libre de un cuento de Haruki Murakami- dirigida por Lee Chang-Dong (el mismo de “Poesía para el Alma”), sabe que el cine coreano ha ganado terreno a nivel mundial y ha dado batalla, posicionándose a la par –o incluso superando- las producciones de Japón y China dentro del mercado oriental.

Incluso tampoco sorprende totalmente la mirada de Bong Joon-Ho, a quienes muchos espectadores ya conocen por algunos de sus trabajos anteriores: desde su producción más masiva para Netflix “Ojka”, y quienes ya habían podido descubrirlo anteriormente y deslumbrarse con “The Host” (2006) –una de las películas coreanas más taquilleras de todos los tiempos-, “Snowpiercer / El expreso del miedo” (2013) o sus trabajos más personales como “Mother” (2009) o “Memorias de un asesino” (2003) con el que ganó el premio al mejor director en el Festival de San Sebastián.

Entonces ¿qué es lo que tanto llama la atención en “PARASITE” y parece haberla convertido en una de las favoritas en la temporada de premios y en la entrega de los Oscar 2020?

Con sólo repasar la lista de los filmes nominados a la mejor película del año, es claro que Hollywood sigue escaso de nuevas ideas, de un cine que proponga algo completamente creativo y tome algún riesgo creativo. Lo que se selecciona como las mejores propuestas del año, vemos que siguen enmarcadas en recetas y propuestas típicamente clásicas y de género (del que este año sólo podría rescatarse “JoJo Rabbit” de Taika Waititi, que propone, en cierto modo y sólo parcialmente, una mirada un poco más innovadora sobre el visitado tema de la Segunda Guerra).

Es así como “PARASITE” parece llegar en el mejor momento y en el lugar indicado para arrasar con la temporada de premios.

Una película inclasificable, en la que Bong Joon-Ho no tiene miedo a transitar por todos los géneros desde el drama, hasta la sátira social, pasando por momentos que podrían ser sutilmente encuadrados dentro de la violencia del gore, con un ritmo de thriller sostenido y un humor corrosivo y cínico que recorre y atraviesa toda la trama.

La ductilidad con la que trabaja varios géneros al mismo tiempo y la feroz mirada sobre su propia sociedad y sobre el capitalismo (en un producto proveniente de Corea del Sur, precisamente) hizo que la película pudiese tener perfectamente una relectura en cada país donde fue estrenada y donde la diferencia de clases está cada vez más marcada y más incomprendida, donde el propio sistema tiende a confundir víctimas y victimarios con bastante frecuencia.

La metáfora de una sociedad fuertemente estratificada, aún con ciertos subrayados y lugares comunes –sobre todo en el retrato de la clase alta-,  es sin dudas impactante, y mediante diversos giros del guion logra involucrar (manipular?) a los espectadores dentro de ese juego de poder que se entabla entre los personajes, que hacen que involuntariamente como público, tomemos partido. 

Luego de toda una primera parte en donde un familia de bajos recursos logra ir apoderándose de la casa de una familia rica  –impactante trabajo de diseño de arte de Lee Ha Jun que deslumbra tanto en cada uno de los detalles de la casa lindante con las cloacas como cuando nos introducimos a la casa/mansión de la familia rica-, una sorpresa que se “esconde” en el sótano hará cambiar el giro de la trama y dar una nueva lectura en la que no solamente Bong Joon-Ho intenta retratar el mundo de “ricos contra pobres” sino la guerra más violenta y revulsiva se desata, como es habitual y podemos verlo cotidianamente en los “pobres contra pobres” que intentan con manotazos de ahogados y sosteniendo en cierto modo aquello de que “el fin justifica los medios”, encontrar una posibilidad de ascenso social donde el director clava profundamente el bisturí y esgrime una impiadosa crítica.

Mientras todo un sistema monta lo que conocemos como “el sueño americano” frente a los ideales de éxito y de prosperidad, la película de Bong Joon-Ho expresa a través de sus personajes que no existe el plan perfecto, que muchas veces los planes más elaborados terminan naufragando por cualquier otra causa ajena y que la vida jamás funciona así.

De esta manera “PARASITE” no sólo expone su crítica al sistema sino que se opone a esta idea romántica de ascenso social ganado como si verdaderamente existiese una igualdad de oportunidades y plantea justamente la tragedia que se cierne ante la flagrante desigualdad y las luchas de poder.

Como un campo minado shakesperiano, la tragedia arrasa e iguala a todos y aún luego de ese fuerte cierre, en donde Bong Joon-Ho despliega todas sus habilidades con la cámara y su virtuosismo como director –como si con las escenas anteriores quedaba todavía alguna duda-  todavía quedará pendiente un epílogo que nos deja pensando si, en cierto modo, ascender socialmente, implicará pagar el precio de convertirse en ese “monstruo” que antes, desde otro lugar, había sido tan repudiado.  

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