Por Marcelo Cafferata
Lo primero que nos atraviesa al acercarnos al último trabajo del chileno Pablo Larraín, “SPENCER”, es preguntarnos que quedó de aquella acidez con la que un joven cineasta representaba las problemáticas sociales propias de una Latinoamérica atravesada políticamente por los fuertes movimientos post-dictadura, como lo había hecho en “No”, la inolvidable “El Club” o incluso en un narrativa más disruptiva y contemporánea como la de “Ema”.
Pero inexplicablemente Larraín sigue insistiendo con su serie de retratos biográficos que deslucen su filmografía tal como ha sucedido anteriormente con las pobres “Neruda” y “Jackie”.
Volviendo sobre este camino y en un registro similar a las anteriores, ahora pone la lupa en el centro de la familia real británica, haciendo puntualmente foco en Diana Spencer. No se enfocará en un hecho puntual de su vida sino que la acompañará durante un fin de semana cercano a la Navidad en donde Larraín elegirá construir su personaje compartiendo algunos momentos palaciegos en donde Diana introspectivamente revisa lo que siente, su necesidad de un cambio, la importancia del vínculo con sus hijos, la frialdad con la que construye su pareja con el príncipe Carlos y finalmente, las reacciones de la familia real frente a sus desafiantes posturas que cuestionan el protocolo.
En cada uno de los pequeños momentos que Larraín refleja durante ese fin de semana, el eje central será la desolación y la tristeza que siente Diana con una vida que se le ha ido de las manos atormentada por no poder manejarla, la búsqueda de su propia identidad -inclusive intentando pasar desapercibida y abandonar su halo de realeza para mezclarse como una más dentro de su pueblo-, más allá de cuestionarse permanentemente su rol dentro del palacio y la disonancia con sus propios deseos.
En “SPENCER” Larraín vuelve a validarse como un gran puestista en donde cada encuadre, cada detalle, la fotografía y la composición de los planos, da cuenta de la sensibilidad con la que propone contar la historia con un correcto uso de todos los elementos estéticos y visuales que tiene a su alcance.
Pero la realidad es que en el cuidado de la puesta y en el preciosismo con el que construye cada uno de los elementos que pone en juego, arma un vistoso espectáculo visual pero que carece completamente de alma. Forma sin fondo: un despliegue formal y exquisito que no logra sintonizar con la narrativa fragmentada y dispersa que reúne diversos momentos que no logran ni un crescendo dramático ni puede, al menos, despertar un mínimo interés por lo que sucede en pantalla.
La misma abulia que rodea a cada acto de Diana se traduce en una película morosa donde no parece pasar nada importante y que, inclusive, podrían alterarse las escenas sin generar ningún efecto ya que no hay progresión dramática ni hechos relevantes dentro de su narrativa.
Larraín abusa de ciertos detalles que subrayan, incluso torpemente, lo que quiere transmitir como la ruptura, en más de una ocasión, de un hermoso collar de perlas que estalla, dispersando cada uno de sus eslabones, conectado con este volcán a punto de estallar que Diana siente en su interior, más allá del simbolismo sexual y de pureza que siempre se le han asignado a las perlas. Lo mismo sucede en una escena con una mesa de pool perfecta y una bola de billar rodando en el piso, desequilibrándolo todo o la aparición de las palomas muertas y la referencia a su plumaje.
En los pocos –muy pocos- momentos en los que Larraín elige desapegarse y volar con su creatividad, logra los pocos momentos interesantes de la historia como cuando mezcla y traza un paralelismo entre la historia de Diana y la de Ana Bolena a la que hace participar, invadiendo los pasillos de ese enorme castillo en donde Diana se devanea con sus propios pensamientos y su incipiente desvarío.
Kristen Stewart se pone en la piel de Diana. Obviamente, si analizamos esta composición dentro de su filmografía, Stewart se pone la película en sus hombros y logra captar la atención del espectador con su tono de flema inglesa perfecto y una cuidada composición donde la tristeza y el dolor están presentes en su mirada.
Pero transcurridas las primeras escenas, es muy evidente que “SPENCER” está diseñada como un producto que sale al ruedo en la temporada de premios y poco a poco aparecen ciertos mohines –la mirada, la inclinación de la cabeza, el tono afectado- que se repiten en la composición de Stewart como si el andamiaje sobre el que construye el personaje estuviese fríamente calculado y estudiado para lograr la tan preciada nominación al Oscar. Un trabajo que puede ser perfecto y técnicamente deslumbrante pero que, de tan prolijo, carece de esencia y que muchas veces algo más “desprolijo” y menos calculado, puede implicar ese riesgo actoral que, al menos, en esta ocasión no aparece.
Ya sucedió con una composición completamente prefabricada de Judy Garland que logro que Renée Zellwegger se alzase con su Oscar a la Mejor Actriz, y puede llegar a repetirse este exitoso camino para el caso de Stewart que tiene una de las luchas más difíciles dentro de los premios de este año.
“SPENCER” más allá de un cuidado trabajo de vestuario, diseño de arte y fotografía impecables, más una apuesta a una composición diferente en los trabajos de Kristen Stewart, es un producto que luce distante, sobre un personaje que daba para muchísimo más que un retrato vacío de contenido.