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Por Marcelo Cafferatta

Convengamos que Tamara Tenenbaum no es Judith Butler ni muchos menos Virginie Despentes en el cinismo de su análisis y en la procacidad de su pluma irreverente, pero intenta con su estilo trazar un relato con cierta rebeldía, un aire progre e inclusivo, LGTB friendly que tiene sus puntos de impacto y encuentra en su protagonista excluyente, Lali Espósito, una heroína bien acorde a los tiempos que corren.

Lali se empodera como el alter ego de la propia Tenenbaum –quien escribe el guion de la serie junto con Erica Halvorsen, otra escritora que trabaja fuertemente sobre una mirada moderna sobre el espacio femenino-, la misma que da clases en Filosofía y Letras, tiene una columna en la radio y destila sus escritos periodísticos que se desprenden de la mirada sociológica que le imprime a su entorno cercano para sacar temas para sus ensayos. 

La mirada a ese universo femenino libre de prejuicios y de ataduras, se refuerza con un caleidoscopio de personajes que no responden a cánones preestablecidos ni estructuras, que barren con todos los preconceptos y las ataduras: están sus dos amigas inseparables (Juana/Vera Spinetta y Laura/Julieta Giménez Zapiola), una madre sumamente presente como Ruth (Verónica Llinás), sus dos hermanas (Candela Vetrano y una espontánea y fresca Martina Campos) y su nueva amiga trans con derechos a cargo de Mariana Genesio Peña.

En “EL FIN EL AMOR”, opuesto a este grupo de mujeres de presencia fuerte, los personajes masculinos son pocos (la última pareja de Tamara interpretada por Andrés Gil o el conductor estrella del programa de radio donde trabaja a cargo de Mike Amigorena) y de presencia mucho más débil además del detalle de que Tamara ha perdido a su padre de muy pequeña que ha sido una de las víctimas del atentado de la AMIA. 

Pero todo ese universo de seguridad y empoderamiento finalmente se resquebraja de la forma menos pensada y en el momento más inesperado. En la Universidad Tamara, se cruza con Sarita Levy (Brenda Kreizerman), una compañera del secundario, de observancia ortodoxa, que la invita a su casamiento. Primeramente habrá una cierta resistencia, pero cuando finalmente acepte a concurrir al evento religioso, todo ese mundo del que en su propio interior Tamara renegaba, reaparece con una fuerza inusitada que trae consigo a su pasado, a sus tradiciones familiares, a los lazos con sus orígenes y a su propia identidad judía.

Sarita es la contracara absoluta del mundo de Tamara: ortodoxa, con una sexualidad y una concepción de vida completamente diferente, atada a las tradiciones y a las costumbres, pero inmensamente feliz de haber encontrado el marido que correspondía y de poder construir una familia tal como ella soñó, se presenta finalmente más feliz y con menos contradicciones que el supuesto grupo de mujeres más revolucionarias.

Como una versión femenina de Daniel Burman, Halvorsen y Tenenbaum nos muestran algunos de los ritos más tradicionales de la cultura judía (como una fiesta de casamiento donde hombres y mujeres no pueden tener contacto) y nos pasean por el barrio de Once, por una cena de Pésaj radiante de comida kosher y van sembrando estos detalles que marcan los rasgos autobiográficos del relato y que, al mismo tiempo, se contraponen con esa militancia feminista que guardan los personajes. 

La crisis invade a Lali/Tamara y su mundo se llenará de replanteos y cuestionamientos, la infancia regresa con imágenes oníricas y flashbacks de un tiempo diferente, al rescate (¿o no es necesario ya?) de aquella pequeña Tamara que todavía sigue dentro de ella con recuerdos tan vívidos que necesitan resignificarse y encontrar una nueva identidad que pueda incluir ambos universos.

El relato es fluido, veloz, sin respiro e indudablemente el ojo de Leticia Dolera o Constanza Novick (a quien se le suma en algunos capítulos Daniel Barone) detrás de la cámara, va en el mismo sentido que el ensayo de  Tenembaum, que se va incorporando armónicamente al relato mediante algunos testimonios frente a cámara –muy logrados en el último capítulo- y pensamientos en off de la protagonista, expresando su postura, sus decisiones más íntimas, abriendo su mundo privado.

Lali es carismática, magnética, seductora con una presencia fuerte en cada escena: un huracán que le pone el cuerpo a escenas jugadas que no eluden ninguna temática. Pero algo de su costado judío parece forzado, algo fingido, como sucede con algunos fragmentos de sus clases en la universidad, donde parece más una alumna que una profesora. Indudablemente la posibilidad que brinda Lali Espósito de ubicar a “EL FIN DEL AMOR” en el mercado internacional, justifica ampliamente su elección aunque hay algunos tramos en los que uno puede pensar a otro modelo de actriz diferente un poco más acorde al papel que lo pudiese trabajar menos desde el afuera y más desde sus contradicciones más profundas.

A Lali la secunda un elenco de lujo. Verónica Llinás está espléndida en el papel de su mamá, manejando un registro extrovertido pero medido, cálido y adorable y en pequeñas intervenciones se lucen Lorena Vega y el exótico personaje de Alejandro Tantanian con aire de Fosse y su maestro de ceremonias de “Cabaret” (no así en sus intervenciones como el psicólo que suenan demasiado artificiosas). Martina Campos como la hermana menor y Julieta Giménez Zapiola como su amiga Laura se destacan junto a Vera Spinetta por la ductilidad con la que abordan sus personajes y encaran los desafíos de una serie que se anima a romper con algunos tabúes y se anima a correr algunos límites.

Tal como sucedió con otras propuestas arriesgadas de Halvorsen y los textos antropológicos de Tenenbaum, “EL FIN DEL AMOR” propone un fresco generacional en tiempos del amor libre, las sexualidades más plenas y la deconstrucción creativa del amor.

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