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Por Marcelo Cafferata

El cine de Eduardo Pinto (“Corralón” “La Sabiduría”), sabe generar un aire tenso en donde sus personajes se mueven cómodamente. En su nuevo trabajo, “EL DESARMADERO”,  no solo elige aferrarse a la negrura de sus criaturas sino anclar más puntualmente en  el terror y de esta forma, queda preso de algunas convenciones propias del género.

Bruno (Luciano Cáceres, uno de los actores “fetiche” de Pinto) es un artista plástico que después de sufrir un hecho traumático es internado bajo tratamiento psiquiátrico. Frente a la posibilidad de reinsertarse en su vida social por fuera de la internación, su amigo Roberto (Pablo Pinto) le ofrece una vivienda en su desarmadero, que además de ser una interesante oportunidad laboral, significará encarar una nueva forma de vida, que intentará brindarle la posibilidad de dejar completamente atrás los hechos que lo atormentan.

Recorriendo el predio, uno de los autos oficiará de disparador de sus recuerdos, de su vida anterior y generará nuevamente el contacto con la locura y el descontrol frente a los recuerdos que vuelven a hacerse presentes.

Una mente errática y que divaga entre su arte, el pasado y las presencias que aparecen cada vez con más frecuencia y con más fuerza, hacen que Bruno comience a sumergirse en un camino sin salida que va potenciando su desequilibrio, al mismo tiempo que se aleja de su tratamiento.

La puesta en escena de Pinto es precisa, clara y cuenta con una gran solvencia narrativa, pero el guion –también de su autoría- se ve debilitado por una serie de lugares comunes y zonas demasiado obvias, que atentan contra la fuerza del relato, transitando por algunas situaciones previsibles.

Luciano Cáceres en el rol protagónico, acompañado por Pablo Pinto, encuentran el tono correcto de sus personajes mientras que las participaciones de Diego Cremonesi (con un papel que le permite transitar por tonalidades diferentes a sus últimos trabajos en la pantalla grande), Clara Kovacic y Malena Sánchez, completan el elenco de una propuesta que no logra la espectacularidad a la que nos tienen acostumbrados los trabajos anteriores de Pinto, pero que indudablemente cuenta con esa marca de autor propia de su cine, que está siempre presente.

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