Tiempo de lectura: 3 minutos

Por Marcelo Cafferata

Hay cineastas que parecen ponerse detrás de una cámara con el sólo objetivo de sacudir al espectador: provocadores, políticamente incorrectos, explícitos al extremo, volcando en la pantalla todo aquello que incita y shockea, fomentan la hoguera de la polémica y generan las reacciones más extremas. Son cineastas que dividen las aguas, de los que nadie puede salir ileso y que dejan una marca de la que difícilmente como espectadores podemos liberarnos.

De esta manera Eduardo Casanova, de quien ya habíamos podido ver “Pieles”, duplica la apuesta en su segundo opus “LA PIEDAD” para enrolarse en el grupo de les enfants terribles junto a otros directores ya consagrados como Lars Von Trier, Gaspar Noé, Yorgos Lanthimos, Ulrich Siedl, David Cronemberg, Takashi Miike o Darren Aronofsky (con el que precisamente su película “Madre!” mantiene muchos puntos de contacto) de quienes resulta complejo poder determinar si se trata de una provocación propiamente dicha, o forma parte de su verdadera marca de autor.

En este caso Casanova describe un vínculo simbióticamente enfermizo madre / hijo, entre  Libertad (Ángela Molina) y Mateo (Manel Llunel) que comienza a desequilibrarse por completo cuando a Mateo es diagnosticado con un cáncer. El temor a la pérdida hace que esta relación malsana se acentúe más aun y tomando como referencia a la icónica escultura de Miguel Ángel, “LA PIEDAD” la redefine para montar una puesta en escena desbordante, arriesgada y excesiva.

Pero la particularidad de la propuesta no reside en la descripción de este vínculo completamente tóxico, que tantas veces fue trabajado en el cine, sino que lo que la hace completamente diferente es la mirada con la que Casanova elige poner en escena esta temática. Desde los colores pasteles y ese rosa chicle que atraviesa la mayoría de los planos y que da una sensación de candidez en un mundo Barbie, extrapolado con escenas perturbadoras e inquietantemente explícitas de mutilaciones, coqueteos incestuosos, genitales en primer plano, la degradación de los cuerpos y un marcado regodeo por lo escatológico, todo que está en pantalla está al servicio de desafiar los límites y movilizar al espectador.

Así es natural que nadie quede ajeno y se abran dos grandes bandos. Quienes piensen que debajo de toda la parafernalia provocadora y barroca se esconde una historia ya mil veces contada y que Casanova no tiene nada más que aportar que una mirada retorcida. Quienes sientan que encuentran en Casanova un nuevo exponente de un cine diferente, que toma riesgos (aún con sus errores) para poder construir un lenguaje diferente y escaparse completamente de los clichés y los tratamientos más obvios.

Una vez más la fuerza de la maternidad se pone en cuestión en esa sobreprotección controladora que termina demoliéndolo todo como una gran ola destructiva que, irónicamente con el nombre el personaje, no permite ni el mínimo radio de acción sin que su mirada vigilante lo aceche.

Y Casanova lo cuenta desde el artificio pero también desde la exuberancia.

Forzando algunos paralelismos, el guion plantea una similitud con los conflictos políticos en Corea del Norte y su régimen dictatorial y ciertas consecuencias de un régimen fracturado, en decadencia. Si bien las conexiones que pueden trazarse son interesantes e, inclusive, construir ciertas formas metafóricas que podrían haber sumado al material, el tratamiento de esta historia que corre en paralelo suena demasiado forzado y no logra incluirse armónicamente en la historia.

Como grandes puntos a favor, Ángela Molina enfrenta con oficio, soltura y desenfado a su personaje con una composición sumamente arriesgada y diferente a esta altura de su carrera, que además dialoga con una química perfecta con otro gran trabajo de Llunell con un physique du rol exacto para ese joven quebradizo y dependiente. Pero la vorágine de Casanova devora algunas buenas intenciones y hace que el resultado de “LA PIEDAD” resulte tan sorprendente como irregular.

Indudablemente despertará amores y odios pero es innegable que Casanova es un director a seguir, tanto por la potencia de sus imágenes, como por la búsqueda de una apuesta estética diferente (en la que él mismo parece por momentos quedar entrampado) y un relato que se desborda en el culebrón y el melodrama para darse el lujo de pasar por el gore y el horror psicológico para una experiencia absolutamente transgresora no apta para desprevenidos.

Compartir en: