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Por Marcelo Cafferata

Muchos se habrán acercado al cine de Icíar Bollaín a través de uno de sus trabajos más premiados, uno de los hitos no solamente en su filmografía sino también de la movida del cine español contemporáneo: “Te doy mis ojos”.

La película posicionó a Bollaín como una de las directoras más interesantes de su generación, con un agudo sentido de la observación para las temáticas del universo femenino, pero también comprometida con una postura social más allá de cualquier construcción de género.

Desde su debut en “Hola, ¿estás sola?”, pasando luego por “Flores de otro mundo”, siempre ha sabido entremezclar su tono de comedia con el dolor y la soledad de sus criaturas, abordando zonas complejas de sus personajes sin perder el sentido del humor y logrando una mezcla agridulce, cercana a la vida misma.

Después de sus potentes trabajos en “También la lluvia” (con Luis Tosar, Gael García Bernal, Karra Elejalde y Raúl Arévalo) y “El Olivo” (un tour de forcé formidable de Anna Castillo para una película conmovedora) Bollaín retoma el sendero más liviano, aunque no por eso sea menos profundo, para narrar en un tono de fábula una historia que se ajusta perfectamente a una mirada diferente del universo femenino, ideal para los tiempos que corren.

Bollaín escribe el guion de “LA BODA DE ROSA” a cuatro manos con la misma colaboradora con la que contó para “Te doy mis ojos”, Alicia Luna (quien también escribió la deliciosa “La vida empieza hoy” de Laura Mañá), y parece ser una dupla completamente imbatible, logrando otro trabajo notable desde las primeras escenas.

Candela Peña se mete de lleno en la piel de Rosa, una mujer que pasados los cuarenta, se ha desdibujado, ha olvidado ciertos ideales para dedicarse de lleno a cumplir con los deseos de los demás: padre, hija, hermanos, todos se suceden en su cotidiano llenándola de compromisos y de esta forma, Rosa se ha ido olvidando de sí misma.

Pero como bien dice la frase popular “nunca es tarde”, y Rosa decide de un momento a otro volver al pueblo y a la casa natal y desde allí, en soledad, desplegar sus alas e iniciar una nueva vida.

Todos son invitados a una ceremonia íntima de casamiento… pero lo que casi nadie sabe es que no hay novio, ya que Rosa ha decidido casarse con ella misma y hacer los votos y jurarse fidelidad a sus propios ideales, a sus propios sueños, a no bajar los brazos y ser consecuente con sus deseos y su proyecto de vida, que había quedado escondido debajo de toda su catarata de obligaciones.

En épocas en donde se habla permanentemente de deconstruir el patriarcado para instalar nuevas heroínas en el cine con un mensaje de sororidad y compromiso (como reflejo de una realidad que afortunadamente avanza y se instala en toda la sociedad), lo interesante del punto de vista de Bollaín es que su Rosa logra conectarse con ella misma, buscando su esencia, sin depender de ningún discurso ni condicionamiento externo.

Candela Peña, luce perfecta, llena de matices y construye su Rosa con toda la sensibilidad a flor de piel que el personaje necesita. Su actuación es la clave del éxito de la propuesta de Bollaín, ya que cualquier desborde hubiese malogrado el sentido de este cuento con algo de magia y mucho de plantar los pies en la tierra.

Pero Peña no está sola en esta misión sino que el casting de “LA BODA DE ROSA” es absolutamente notable: desde su padre, encarnado por Ramón Barea (asiduo convocado de Alex de la Iglesia  y recordado por sus trabajos como “En la puta calle” “Todos lo saben” o “Matías, Juez de linea”) y sus hermanos Sergi López y Nathalie Poza, hasta Paula Usero como su hija, que es una verdadera revelación.

Aquí no hay víctimas ni victimarios, no hay discursos aleccionadores ni pancartas, no hay bajadas de línea ni panfletos sino que inteligentemente, el tono de fábula que rodea a la “absurda” propuesta de Rosa, es un efectivo camino para que el relato capte la atención y la empatía del espectador desde el primer momento.

Todos queremos lo mejor para Rosa, todos nos sentimos reflejados en algún sueño dejado atrás, todos nos vemos espejados en algún momento, ya sea por el espacio propio o bien por el lugar que se ocupa en la familia, como aquel lugar desde el que hemos construido nuestra personalidad y nos hemos cargado de mochilas que han sido tan difíciles de alivianar.

Bollaín pone el acento en buscar el propio centro, aquella posibilidad de recuperar lo que se ha perdido por la vorágine cotidiana, por el acostumbramiento, por el peso del “deber ser” y de cumplir con los demás más que con uno mismo. Volver a conectarse con nuestra voz interior más allá de todas las interferencias… y logra una película hermosamente optimista.

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