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Por Marcelo Cafferata

La primera escena se abre con las niñas de un colegio de monjas cantando en un coro. En realidad no cantan, la monja les pide que muevan la boca simulando cantar y esa falta de sonido, principalmente la falta de voz, es el primer símbolo que aparece en “LAS NIÑAS” la sobrecogedora ópera prima de Pilar Palomero.

Palomero construye una coming of age en un contexto preciso y particular, poniendo la lupa en la educación religiosa y por sobre todo en todos los tabúes, las imposiciones, las censuras y la mirada sesgada que se impone desde lo Institucional.

Un espacio habitado por silencios, secretos, veladuras y mentiras en donde las protagonistas, como si fuesen autómatas viven en una especie de cautiverio que significa un colegio de esa naturaleza y por lo tanto, deben intentar crecer construyendo otro lugar, por fuera de éste, para poder oxigenarse y respirar un mínimo aire de libertad en una patria sometida por el régimen franquista.

En este contexto, se plantea la exploración de los cuerpos, los cambios físicos y anímicos, la construcción de la sexualidad que comienza a descubrir tanto Celia (una exquisita Andrea Fandos) como sus compañeras de clase. Palomero se atreve a mirar el universo femenino a través de los recuerdos y las vivencias dentro de un momento tan personal como es el fin de la niñez, teñidas por una religiosidad que agobia mucho más de lo que libera, un Dios omnipresente pero a la vez distante, casi fantasmático.

El pecado, lo prohibido, las confesiones, el perdón, la potencia de la Iglesia como institución religiosa y política, lo sagrado y lo profano, van atravesando cada uno de los momentos y las experiencias de las protagonistas.

A través de “LAS NIÑAS” Palomero no solamente pinta un momento y una época sino que se convierte en el fresco de toda una generación que atravesó no sólo ese estilo de educación sino ese particular momento represivo de la historia reciente.

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