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Por Nicolás Mancini.

La última película de la nonalogía más famosa de todos los tiempos le rinde honor a su título: la trama va en constante in crescendo desde el término de la primera hora hasta el último de sus aproximadamente ciento veinte minutos.

En ese tramo de filme, en donde termina el segundo acto y comienza el tercero, J.J. Abrams oficia de director de orquesta y ofrece de todo: desde gags cómicos capitaneados por Finn y Poe y giros de tuerca insólitos hasta escenas fan service y una secuencia que coquetea con el terror como nunca antes en toda la saga.

La utilización del término fan service como único argumento para quitarle cualidades a un film resulta un poco vago , teniendo en cuenta que uno al hacerlo se pone automáticamente en una suerte de penoso rol de falso guionista.

Si el conformar a los fanáticos de una película efectivamente estuvo en los planes de el o la encargada de llevar a cabo los acontecimientos de una trama, deberá analizarse de qué manera se intentó llegar a ello y cómo quedaron las “situaciones favor” incrustadas en la historia.

En el Episodio IX hay varias escenas que invitan a reflexionar sobre el fan service, pero, a fin de cuentas, no hay muchos planos que estén fuera de lugar o queden expuestos como deus ex machina. En este sentido, el ejercicio, quizás lúdico, de tratar de dilucidar de qué manera podría haber sido mejor tal o cual cosa aplicaría a todo el film y no solo a las escenas tildadas de fan service.

Como toda película de Star Wars, la secuencia de títulos inicial introduce al espectador en una historia que está trotando. Episodio IX enseguida revela a gran parte de los protagonistas y coloca a cada uno de ellos en una carrera contrarreloj de la cual surgirán nuevos personajes (uno de los cuales es muy adorable) y muchísimos enfrentamientos en diferentes locaciones de variadas texturas.

La vuelta de J.J. Abrams a la cancha es bastante notoria, más aún teniendo en cuenta el resultado arrojado por Rian Johnson en la película anterior. El director de Entre navajas y secretos ofrece una Star Wars límpida, algo poética y desordenada, mientras que el de El despertar de la fuerza unifica de manera sólida la historia de las tres últimas películas, otorgándole a esta última la presencia espiritual de la primera trilogía.

Aunque hacer una rigurosa comparación entre El ascenso de Skywalker y los episodios V y VI resulta inviable por los diferentes contextos que las envolvieron, esencial y formalmente las tres películas andan de la mano. Es recién en el cierre de la nueva Star Wars cuando Rey, más allá de la resolución de su historia, alcanza su mayor estatus “Luke Skywalker” y cuando la trilogía se permite, a modo de evocación puramente nostálgica y de sostén dramático, entregarse a muchísimas reminiscencias de una saga plagada de acontecimientos épicos que viven en las memorias de diferentes generaciones.

Es en El ascenso de Skywalker cuando todas las películas que convirtieron a Star Wars en lo que es aparecen como fantasmas transparentes y permiten que la última, así como todas ellas, se esfume en paz para unirse a la exclusiva perpetuidad que tiene la saga en la historia del cine.

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